Arnold Maphulcatha llegó a vivir junto al mar hasta que lo echaron en los años 70. Tiene 80 años y se sienta en una piedra a esperar un bus que lo saque de Mpume para llevarlo al mercado. El bus no tiene horario y pasa una sola vez al día. Viste un elegante traje de cuadros, un sombrero clásico y zapatos bien pulidos. Es simpático, socarrón, pero serio, una sola pregunta basta para que diga todo.
—¿Cómo fue?
—Un día, en 1975, nos dijeron que nos darían una casa y una parcela de tierra porque aquí querían crear una reserva. Esto que dicen que en esta zona no se puede vivir del mar, nunca lo he entendido. El mar está repleto de alimento. Y la tierra en la costa es más húmeda, crecen los alimentos. Además de pesca y granjas teníamos vacas, que comían una hierba que aquí en Mpume no hay y nos daban una leche que aquí ya no dan, y teníamos todo lo que nos daba el bosque: desde medicinas hasta sombra. Ahora, es verdad, yo cobro una pensión que mis padres no ganaban; pero soy más pobre. Casi nada crece en nuestras granjas, tenemos nuestras casas, pero con lo que me pagan no puedo comprar nada. Nos han desterrado, pero sobre todo nos han separado del mar, que es una despensa infinita.
Mandilakhe, 35 años, corpulento y risueño, escucha a Arnold y dice: “No solo nos quitaron la tierra, barrieron nuestra historia: ellos plantaron un nuevo bosque que creció sobre las tumbas de nuestros ancestros, sabemos que están ahí pero no sabemos dónde”.
Cada vez que va al mar, Mandilakhe reproduce un ritual: mira el horizonte e invoca a sus ancestros. Maya, Gasa, Sophitsho, Nggolo, Msila, Madiba, Zondwa, Velabembhentele, Nxeko, Ntande, Thembu, Ndabeni. Todos vivieron en Dwesa, dice, y aclara, mirando el suelo: “estos rituales en realidad no se hacen así, se hacen por la noche, con la comunidad alrededor del fuego en la orilla, contándose historias, pero ya no nos dejan acceder a la reserva para la hora que atardece y la gente ya no se junta a contarse historias. Con la reserva han matado la tradición”. Son un poco menos de 3000 personas las que quedan viviendo en Dwesa-Cwebe, a los márgenes de la reserva natural.
El 9 de febrero de 2022 Mandilakhe fue a la playa con Thobile Mpunzi, uno de sus mejores amigos, y otro amigo que no quiere recordar, a pescar por la noche. Los guardias divisaron sus sombras a lo lejos. Les dispararon. Nueve guardaparques descargaron sus cartuchos sobre estos hombres.
Le dieron a uno de los tres, en la pierna y en la espalda. El amigo que Mandilakhe no quiere nombrar huyó sin mirar atrás.
Thobile quedó tendido, alrededor de él la arena rocosa se volvió un inmenso charco rojo. Mandilakhe lo cargó en su hombro y se lo llevó a cuestas las 3 horas que separan el mar de su casa. Al día siguiente pagaron el equivalente a lo que ganan en un mes para que un auto lo llevara al hospital más cercano.
Thobile Mpunzi está en la puerta de la casa de su abuela, Sotyantya. Quedó paralítico y pasa sus días en una silla de ruedas. No tiene muchas ganas de nada. Como ya no puede ir a pescar, la abuela comparte con él su comida. Con el mar tan cerca y casi nunca comen pescado, porque es más rentable venderlo que comerlo.
A Philasande le falta el mar. Hace poco cumplió 39 años, todavía tiene los músculos entrenados de sumergirse para atrapar abalones; pero extraña su casa y extraña el mar. Baja la cabeza y, con la mirada clavada en el piso, susurra: “Y así parece que será para siempre”.
Nueve guardaparques descargaron sus cartuchos sobre estos hombres. Le dieron a uno de los tres, en la pierna y en la espalda. El amigo que Mandilakhe no quiere nombrar huyó sin mirar atrás.