Skip to main content

Filipinas:

La era de los desahucios

Filipinas busca crear cien nuevas ciudades en los próximos 25 años. Para ello, el gobierno quiere desalojar miles de comunidades campesinas de unas tierras que consiguieron gracias a la reforma agraria, un programa de redistribución de tierras que prometía ser de los más grandes de la historia de la humanidad. Se redistribuyeron 6 millones de hectáreas entre 3 millones de personas, pero el objectivo nunca fue revertir las desigualdades, sino acabar con el comunismo. Hoy, los y las campesinas que se oponen al “desarrollo nacional” promovido por el gobierno junto con las familias más adineradas del país se enfrentan a amenazas, violencia y criminalización. El objetivo es despojarlos de sus tierras para crear zonas comerciales y aeropuertos para las nuevas ciudades.

Texto: Daniel Wizenberg. Este reportaje se publicó originalmente en la revista Kamchatka.
Fotografías: Bruna Casas / RUIDO Photo

Desde hace 13 años en cada punta de este pueblo de 2500 habitantes hay un puesto de vigilancia desde el cual unos tipos armados con uniforme militar azul y el logo de una empresa de seguridad llamada Privilegio controlan todo lo que sucede en las 120 casas, las granjas, la escuela, la iglesia y la cancha de basket que se reparten organizan a la vera de un camino pavimentado de 3 kilómetros.

 Sumalo, húmedo y caluroso, está en un valle tropical en el que se respira el aire puro que escasea en Manila, la capital, a dos horas de distancia; en la que viven 14.800 personas por kilómetro cuadrado. Junto a cada puesto de vigilancia, un cartel en chapa dice: “Baje la velocidad, usted está entrando en propiedad privada de la River Forest Development Corporation”.

Mike, un tipo alegre de 49 años, con el pelo tintado de colorado y musculosa blanca, dice que se negó a firmar “un memorándum de entendimiento” con la River Forest que le trajeron los guardias azules. El documento suponía aceptar una compensación mínima en dinero y la promesa de reubicación en otra comunidad, o el desalojo sin más. Mike eligió quedarse en su casa. A la mañana siguiente, cuando fue a ver sus cuatro vacas, una había sido asesinada.

Mike eligió quedarse en su casa. A la mañana siguiente, cuando fue a ver sus cuatro vacas, una había sido asesinada.

Loida, 40 años, ojos grandes y mirada cansada dice, mientras prepara una una torta de arroz junto a su amiga Ani, que los guardias le mataron a sus perros, que los niños ya no juegan en la calle por miedo a los de azul y que un día los vigilantes apuntaron con un arma a su hermana, acusándola de promover que la gente no firmara el memorándum. Le pidieron que notificara la extensión de la amenaza al resto de su familia. Loida está segura de que firmar ese memorándum no evita la evicción: “a lo sumo te baja al final de la lista de futuros expulsados”.

Rose, 42 años, cuenta que a principios de septiembre de 2022, cuando abrió la puerta de su casa para ir a la granja a un kilómetro de distancia en la que tiene árboles de mango, y plantas de piña y patatas, descubrió que había una X gigante pintada en el piso de la entrada de su casa: “Por la noche había escuchado un ruido; un vecino los vio, fueron los guardias azules”.

Camino a su granja, Rose descubrió que había más. La corporación de la familia Litton mandó a su policía privada a marcar otras 52 viviendas con X. Era la seña del domicilio de todos aquellos que se habían negado a aceptar la oferta de la corporación.

El macabro aviso contenido en aquellas X se concretaría un mes después, cuando llegó una brigada de hombres morrudos en camiones y una topadora. A mazazos demolieron las casas marcadas. La gente salió a tiempo pero todas sus pertenencias quedaron dentro. “Es la familia Litton”, dice Rose, los dueños de la River Forest, mientras la voz se le empieza a quebrar. “Pero no sabemos quiénes son, aquí nadie los conoce pero se manejan como si todo esto fuera su gran finca”, dice, sollozando.

Al final de aquel día los guardias vallaron con alambres de púa cada terreno demolido y colgaron de cada cerca un cartel parecido al de la entrada al pueblo: “No traspasar. Casa con título de propiedad. River Forest Development Corporation”.

Sumalo parece hoy un pueblo bombardeado: los escombros siguen ahí.

“Es la familia Litton”, dice Rose, “los dueños de la River Forest, aquí nadie los conoce pero se manejan como si todo esto fuera su gran finca”.

Las familias de Sumalo viven con el miedo de ser desalojadas en cualquier momento. © Bruna Casas / RUIDO Photo

Las casas no eran meros ranchos sino la realización del sueño campesino: construidos con el trabajo de su parcela, los chalecitos de Sumalo no tenían agua corriente ni cloaca, pero eran frescos, amplios, con aire acondicionado, internet, televisión por cable, cocina. Sin necesidad de pagar alquiler, ni hipoteca, ni comida: cada uno plantaba en su granja y a veces se organizaban cooperativamente para sembrar y cosechar.

Algunos desahuciados se fueron del pueblo, pero la mayoría fueron adoptados por otros vecinos y viven en sus patios traseros en improvisados monoambientes con paredes de cartón, techo de chapa y piso de tierra. Cuando los desahuciados atraviesan los alambres de púa y entran a su granja, vallada, para recolectar lo sembrado, la policía privada los graba, los detiene y la corporación los denuncia por invasión de propiedad privada.

Para la River Forest estas no son casas ni granjas, sino terrenos: dentro de unos años, cuando logren que nadie más viva allí, transformarán estos bosques tropicales, estas praderas voluptuosas plagadas de árboles de mangos, plantaciones de piña y vacas en una de las nuevas ciudades que construirá Filipinas.  Se rumorea en el pueblo que lo primero que harán será un gran centro comercial.

Para la River Forest estas no son casas ni granjas, sino terrenos: dentro de unos años, cuando logren que nadie más viva allí, transformarán estos bosques tropicales en una de las nuevas ciudades que construirá Filipinas.

El desarrollo urbano de Filipinas

George Litton, hijo de un diplomático irlandés y una inmigrante china de familia comerciante, nació en Singapur en 1895 y heredó de su padre, que murió en 1906, unas 2.4 millones de libras esterlinas con las que puso una fábrica textil. Cuando George Litton murió en 1978, la familia ya era vanguardia en el mundo de las telas filipinas y formaba parte del 2 % de la población que poseía el 40 % del territorio nacional. Hoy después de las reformas agrarias el 1 % de los filipinos se queda la quinta parte de lo que el país produce.

En la década de 1970 los Litton dejaron las telas y se transformaron en una compañía de bienes raíces: el oficio de los actuales herederos de George. Se especializaron en el “desarrollo” urbano. En 1997 demolieron un edificio de viviendas para hacer el Liberty Center, un centro comercial en el centro de Manila. En 2015, en las afueras, inauguraron Mandala Park, otro centro comercial, pero con algunos restaurantes veganos. Según dicen en su web, en ese emprendimiento “han recalibrado su enfoque”, porque se trata de “un desarrollo sostenible que promueve un estilo de vida saludable y comunitario”.

Los Litton saben que el desarrollo inmobiliario seguirá siendo rentable por mucho tiempo. La economía filipina crece al 7 % anual y hace que Manila se multiplique de manera exponencial. Para 2050 se calcula que la capital tendrá más de 40 millones de habitantes: tres veces más que hoy. Al mismo tiempo, la ciudad se está hundiendo: para ese año se estima que la costa de la capital estará bajo el mar. Frente a eso, el real estate avanza sin prisa pero sin pausa sobre territorios rurales, mientras en simultáneo se presiona a los campesinos a migrar a las ciudades.

Filipinas está conformada por 7107 islas, la mitad de su población reside en ciudades y la otra, en el campo pero la mayoría de la comida que se consume en sus ciudades es importada. Le compran 1 billón de dólares al año de trigo a Estados Unidos.

Filipinas depende sobre todo del área de servicios, el 60 % del Producto Interno Bruto (PIB): turismo, finanzas y tecnología de la información. En segundo lugar de los servicios que exporta: la plata que envían los filipinos en el exterior. A pesar de estar rodeados de tigres asiáticos nunca se desarrolló ni la industria ni la agricultura, que es sobre todo de pequeña escala y que nunca se ha tecnificado. La reforma agraria nunca se propuso redistribuir los medios de producción.

España colonizó Filipinas pero hoy en este país casi nadie sabe español. A diferencia de las colonias americanas aquí no se impuso la obligación de hablarlo, solo lo adoptaron las élites. Las familias que colaboraron con las autoridades coloniales españolas y estadounidenses se adueñaron de todo y todavía hoy conservan el control oligárquico del suelo y dominan la esfera política. En cambio, los agricultores y pescadores son los dos grupos de trabajadores más pobres, casi un tercio de ellos viven por debajo del umbral de la pobreza, en comparación con el promedio nacional de alrededor de uno de cada cinco.

El estudio de desarrollo urbano Palafox, que trabaja con el Gobierno, lo explica en su web: “en 2050 la población de Filipinas aumentará a 148 millones (30 millones más que hoy), necesitaríamos planificar y desarrollar cien nuevas ciudades para entonces. De lo contrario, las existentes estarán tan congestionadas como Manila hoy”. Es un “fenómeno mundial”, citan los desarrolladores: “Según las Naciones Unidas, para 2050, dos tercios de la población mundial vivirán en áreas urbanas”.

En la web del Ministerio de Desarrollo Urbano de Filipinas se dicen cosas semejantes. Por ejemplo, hablan del objetivo de “hacer espacio”, para que exista “un continuum campo-ciudad”.

En 2050 la población de Filipinas aumentará a 148 millones (30 millones más que hoy), y para ello, el gobierno de Filipinas dice que va a necesitar planificar y desarrollar cien nuevas ciudades.

En las últimas décadas el Gobierno filipino ha llevado a cabo operaciones militares contra grupos como el Nuevo Ejército del Pueblo (NPA), asociado con el Partido Comunista de Filipinas (CPP). Al día de hoy existe, financiado por el Parlamento, un grupo de tareas anticomunistas en Filipinas que detiene y asesina activistas. Las reformas agrarias de Filipinas las hicieron desde arriba dictadores conservadores. Gatopardismo puro: cambiar todo para que nada cambie. Por cada avance, hubo un retroceso.

Por ejemplo, siete años después de aprobar la gran reforma, en 1995, el Estado anunció el establecimiento de una Zona Económica Especial en Bataan, comprendiendo Sumalo, que permitiría el uso de este territorio con fines industriales. Es decir, sacaba estas tierras del lote de las que entraban en la reforma y la redistribución: si no son agrarias no son reformables.

Esto dio inicio a una larga batalla legal entre los Litton y los campesinos. En 2007 la Corte Suprema falló a favor de la familia, que aprovechó y profundizó el avance presentando más de 50 casos penales contra líderes campesinos, desde cargos menores como robar un ramo de frutas maduras hasta otras más graves, como secuestro y posesión ilegal de armas de fuego.

En 2013 los campesinos de Sumalo, bajo la Organización de Agricultores y Residentes Unidos en Barangay Sumalo (SANAMABASU), presentaron una petición al gobierno, por milésima vez, para que se les reconociera la reforma agraria. En 2019 la Oficina del Presidente (OP), por entonces el temible Rodrigo Duterte (presidente acusado de violaciones de derechos humanos principalmente en su “guerra contra las drogas”) emitió un decreto diciendo que los campesinos tenían razón. En la práctica dio más o menos igual.

Desde 2022 gobierna Ferdinand Marcos, hijo del exdictador y heredero político de Duterte. Según la activista Clarissa Mendoza, “aunque el nuevo Gobierno intenta gesticular que prioriza a los agricultores locales y quiere lavarle la cara al país, la corrupción es estructural; por ejemplo, quieren cambiar la constitución para permitir que los extranjeros puedan adquirir tierras en Filipinas. El contexto es muy permisivo con el sector privado. En los últimos años, muchas corporaciones han creado falsas acusaciones contra los agricultores”.

Mendoza, de 32 años, es coordinadora de Katarungan, una sigla que en español significa Secretaría Nacional del Movimiento por la Reforma Agraria y la Justicia Social. Se trata de una ONG que ofrece ayuda jurídica a diversas poblaciones rurales para que puedan acceder a sus derechos territoriales. Katarungan tiene unos 100 casos como estos en todo el país. Por ejemplo, del otro lado de Bataan en la misma isla, Luzón, donde vive el señor de los cocos.

Las reformas agrarias de Filipinas las hicieron desde arriba dictadores conservadores. Gatopardismo puro: cambiar todo para que nada cambie.

Residentes de Sumalo se organizan para luchar por sus derechos sobre la tierra. © Bruna Casas / RUIDO Photo

La última finca cocotera de Ca Noni

Ca significa hermano. Aquí todos los hombres son Ca y su apodo. A Nonilon Almacen le dicen Ca Noni. Es alto y delgado, tiene los ojos saltones y la mirada perdida, como quien siempre está pensando en otra cosa. Por lo general, esa otra cosa son cocos.

Su tez morena está curtida por 70 años de trabajo duro bajo el sol tropical. Conoce cada árbol de cada una de las 300 hectáreas que posee. “Ese de ahí lo plantó mi tío; el de allá debe tener siglos, lo plantó mi abuelo”. Viste unas gastadas botas de goma  que protegen sus pies del lodo y el agua mientras se aventura entre los cocoteros.

Una camiseta verde lisa, estropeada por el uso y el tiempo, es su fiel compañera en las largas jornadas de trabajo. A pesar de la humedad del 120 %, Ca Noni nunca transpira, nunca se agita. No es que esté adaptado, pertenece a esta humedad. Cuando habla, su voz es aguda y enérgica, con el entusiasmo y la energía de alguien que recién empieza y la sabiduría de un líder veterano. A pesar de su edad, se mueve con la agilidad y la precisión de un hombre de 25 años.

Cada mañana, Ca Noni se levanta antes del alba. Mueve las tres vacas que tiene para que pasten en diferentes sitios, se sube a una barca que remonta un río turbio, barroso, exuberante, serpenteante: amazónico. Y desembarca en un camino sin marcar pero que él podría transitar con los ojos cerrados.

Noventa minutos después llega a sus cocoteros. Apoya las manos en la cintura y el machete en el piso, y mira hacia arriba para examinar la copa de los árboles. Está evaluando sus cocos.

Ca Noni conoce cada árbol de cada una de las 300 hectáreas que posee. “Ese de ahí lo plantó mi tío; el de allá debe tener siglos, lo plantó mi abuelo”

Cuatro jóvenes corpulentos trabajan para él. Ca Noni reparte la mitad de la ganancia con ellos. A diferencia de algunos recolectores que prefieren esperar a que los cocos caigan, La pandilla de Ca Noni toma el control de la situación. Uno de ellos, de pelo largo, con el torso desnudo, observa cada protuberancia del tronco de la palmera, buscando los puntos de apoyo adecuados para sus manos y sus pies. Con movimientos cuidadosos, agarra una saliente y comienza a ascender, empujándose con los pies mientras busca el siguiente punto de apoyo. Va sujetando su machete. Avanza con determinación, manteniendo un ritmo constante mientras sube hacia la cima.

Al llegar a la parte superior, se asegura de tener un buen agarre antes de soltar cualquier punto de apoyo y, con un golpe preciso de su arma blanca, libera los cocos de sus ramas, y los deja caer al suelo con un golpeteo sordo. El resto del equipo carga los cocos en una bolsa hecha con fibra de la propia cáscara exterior, cuelgan dos, una a cada lado del lomo de un caballo blanco y las llevan a un rancho en el que los dejarán secar.

Ca Noni supervisa el proceso de secado, asegurándose de que cada coco quede partido a la mitad, con la pulpa expuesta. Se sienta a abrirlos para extraer la pulpa. Utilizando una especie de desfibradora improvisada separa la corteza. La pulpa seca es un caucho, parece un pedazo de goma. Con ella se hace aceite, jabones, cosméticos, velas. Y harina de coco, que se come y que abona la tierra para que crezcan más palmeras y crezcan más cocos.

Ca Noni posee 3 hectáreas de cocoteros, y  también de bananas y arroz que le tocaron legalmente por el plan de reforma agraria pero que antes fueron de sus ancestros. Le pregunto si alguna vez hizo la cuenta de cuántos cocos habrá recogido en su vida.

Pide un papel y un lapicero. Escribe una multiplicación. 2500 cocos, por 200 árboles, por cincuenta años y afirma: “25 millones. Mi familia y yo hemos recogido 25 millones de cocos de esta finca”.

Ca Noni posee 3 hectáreas de cocoteros, y  también de bananas y arroz que le tocaron legalmente por el plan de reforma agraria pero que antes fueron de sus ancestros. En total, él y su familia han recogido 25 millones de cocos.

Se casaron el 14 de enero de 1973, el mismo año en el que Ca Noni se hizo cargo de la finca de cocos familiar. Tienen dos hijos y una hija, nueve nietos. Por la tarde Ca Noni descansa en la casa que Inan, su mujer, y él habían “soñado toda la vida”: en la montaña llena de palmeras en que siempre quisieron vivir, en medio de una selva que se extiende hacia la costa del Mar de Filipinas.

Inan mira por uno de los ventanales. Cae un aguacero sobre la selva tupida y sopla una brisa suave, como de ventilador, que hace flamear las cortinas de estampados navideños.

La televisión está arriba de un mueble que divide el living por la mitad. De un lado hay una mesa en la que hace un rato ella puso tilapias fritas, plátanos asados y una olla de arroz blanco para almorzar. Ahora hay una canasta repleta de bananas pequeñas encima de una de las mesas. Todo ha sido cultivado por ellos o por sus vecinos en esta montaña.

Del otro lado de la estancia hay tres sillones de madera. En el de dos cuerpos Ca Noni se recuesta mirando la tele sin prestar atención al contenido: entrecierra los ojos cuando termina el concurso de karaoke y empieza la telenovela que Inan estaba esperando que se recuesta sobre el apoyabrazos de uno de los sillones de un cuerpo y levanta la pierna, desperezándose.

Una de las nietas abandona su puesto en el kiosko que está justo en la puerta de la casa para ir al baño; pero cuando vuelve, relojea lo que están dando en la televisión y decide tomarse un descanso. Así que se acurruca en el brazo de su abuela para mirar la novela con ella.

Ca Noni, que parecía descansar plácidamente, se levanta exaltado, como de una pesadilla, va al cuarto a buscar una carpeta que contiene formularios y cartas judiciales, se sienta de nuevo en el sillón y, mirando a Inan y a su nieta, les señala una carpeta que apoya en la mesa ratona.

Inan dice que Ca Noni se volvió monotemático, que no para de hablar de esa carpeta. Pero ella también está preocupada. La carpeta contiene edictos judiciales, planos, escrituras, comunicados, fotocopias de leyes… Les dice “no puede ser, esto no puede ser”.

El Gobierno anuló el título de propiedad de sus tierras. En algún momento, dice Ca Noni, vendrán a expulsarlos, a él y a los cientos de campesinos de sus praderas húmedas, de sus palmeras, de sus cocos.

El Gobierno anuló el título de propiedad de sus tierras, que habían podido obtener gracias a las reformas agrarias. En algún momento, dice Ca Noni, vendrán a expulsarlos, a él y a los cientos de campesinos de sus praderas húmedas, de sus palmeras, de sus cocos.

En la carpeta hay un folleto sobre un plan del Gobierno para estos terrenos. Ca Noni lo mira, se le quiebra la voz cuando lee el título en voz alta, pero cuando termina de decirlo maldice en chabacano. En la carátula de la carpeta se lee que en las 1900 hectáreas de esta selva habrá en algún momento aviones despegando y aterrizando: “Próximamente: aeropuerto”.

En la carátula de la carpeta se lee que en las 1900 hectáreas de esta selva habrá en algún momento aviones despegando y aterrizando: “Próximamente: aeropuerto”.