El agronegocio en Matopiba
La soja tiene la buena o mala suerte de ser una legumbre muy proteica. Hoy en día alrededor del 80% de la soja que se produce en el mundo se destina a la producción de piensos para alimentar a aves y cerdos. La mayor parte de la soja del Brasil se exporta a China y la UE. España es el primer país de la UE que más soja importa asociada a la deforestación.
En Brasil, la soja empezó a plantarse en la década de 1940 como cultivo de rotación al trigo. Pero no fue hasta los años setenta, cuando la soja entró en el engranaje de la agricultura industrial global, que se empezaron a derribar árboles y a abrir caminos para convertir la selva Amazónica en enormes campos de monocultivo de soja y pasto para animales. Hoy, cinco multinacionales, las llamadas las ABCD —ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus— junto con la empresa china COCFO, controlan el 50% de las exportaciones de soja de Brasil, Argentina y Paraguay. En Brasil, Bunge y Cargill han creado auténticos imperios, llegando a controlar toda la cadena de suministro, desde la producción en las fazendas, el almacenaje, el transporte de las semillas al otro lado del Atlántico, el procesamiento de la soja en los distintos puertos de entrada, y la distribución en los países europeos y China.
En 2006, cuando el Estado brasileño ya había construido la infraestructura necesaria para sacar la producción de los nuevos campos de la Amazonía con casi 20 millones de hectáreas deforestadas, las grandes empresas productoras y comercializadoras de cereales y oleaginosas, ante una fuerte presión social y mediática para preservar uno de los ecosistemas más importantes del planeta, firmaron una moratoria en la que se comprometieron a no seguir expandiendo el cultivo de soja en la selva amazónica. El resultado fue tan espectacular como perverso: la deforestación de la selva amazónica asociada al avance de la soja cayó del 30% al 1% entre 2006 y 2017, pero se trasladó a El Cerrado. De puertas a fuera, las multinacionales se presentaron como grandes defensoras del medio ambiente, pero en realidad solo mudaron sus cuarteles.
De hecho, los grandes latifundistas y empresas del agronegocio encontraron una frontera agrícola en el centro norte del país, concretamente en los estados de Maranhão, Tocantins, Piauí y Bahía. Aunque las tierras originalmente eran poco productivas, gracias a inversiones del gobierno brasileño en instituciones de investigación científica y tecnológica, las plantas de soja fueron modificadas genéticamente para mejorar la adaptación en climas tropicales y se implementó el uso de fertilizantes químicos para corregir los suelos predominantemente ácidos y con baja fertilidad natural.
El gobierno invirtió en infraestructuras de energía, comunicación y transporte, y sumó subsidios, incentivos fiscales y créditos bancarios. También hizo legal la desforestación en el Cerrado. El Código Forestal de Brasil señala que en el Cerrado los propietarios pueden deforestar legalmente hasta el 80 % de sus tierras, destinando a la conservación solo el 20 %. Además, hay muy pocas áreas protegidas: solo 8 % del bioma tiene algún tipo de protección oficial, y menos del 3 % está bajo protección estricta. Esto implica que, de hecho, la mayor parte de la deforestación de la sabana cumple con la ley brasileña.
Así fue como El Cerrrado se convirtió en una frontera codiciada, responsable de aproximadamente el 10% de la producción nacional de cereales. En 2015 se aprobó por decreto gubernamental el Proyecto Matopiba, con un potencial de 73 millones de hectáreas de cultivo. El milagro de la soja se hizo posible en un altar de sacrificios.
Con la moratoria de la soja, la deforestación de la selva amazónica asociada al avance de la soja cayó del 30% al 1% entre 2006 y 2017, pero se trasladó a El Cerrado. De puertas a fuera, las multinacionales se presentaron como grandes defensoras del medio ambiente, pero en realidad solo mudaron sus cuarteles.