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Brasil:

Un desierto verde

La llegada del agronegocio y la expansión de plantaciones de soja han transformado profundamente El Cerrado brasileño, la sabana tropical más biodiversa del mundo. Allí, donde hasta hace veinte o treinta años reinaba la vegetación nativa de El Cerrado, ahora hay un mar infinito de plantaciones de soja alrededor de grandes fazendas.  La desforestación y el vertiginoso avance del agronegocio no solo ha desequilibrado los ecosistemas de la región sino que también ha impactado, y de forma muy violenta, los territorios, hábitats y vidas de las comunidades que vivían en la región. 5 multinacionales son responsables del 57% de la deforestación asociada a la soja. Bunge, por ejemplo ha creado un imperio al sur del Estado de Piauí gracias al apoyo del gobierno brasileño, fondos de inversión, la administración local y una buena dosis de violencia por parte de los grileiros, locales que acaparan tierras a las comunidades, falsifican documentos, establecen explotaciones agrícolas y ponen las tierras al mercado mediante operaciones especulativas.

Texto: Clara Roig, basado en el reportaje de Ale Cukar publicado en Revista 5W.
Fotografías: Edu Ponces / RUIDO Photo

Gelma Pessoa en la cocina de su casa en la comunidad de Brejo das Meninas, en la zona de Santa Filomena, Piauí. © Edu Ponces / RUIDO Photo.

Los granos de soja se ven inocentes, redondos, casi blancos, una pequeña cicatriz negra en el costado. Tienen apenas el tamaño de un garbanzo y los precede un vendaval de amores y odios. Geraldo Pessoa los guarda en un frasco viejo, con un poco de agua, para que se ablanden. En la orilla del riachuelo cercano a su casa, coge un puñado y lo tira. Cuando algunos peces se acercan y comen, es su momento de lanzar la caña y esperar a que piquen. A veces hay suerte y ese puñado de soja se transforma en pescado para la cena.

Geraldo consigue esa carnada gracias a amigos y familiares que trabajan en alguna de las tantas fazendas de soja que rodean el territorio de su comunidad. Allí, donde hasta hace veinte o treinta años reinaba la vegetación nativa de El Cerrado brasileño, ahora hay un mar infinito de plantaciones de soja.

El Cerrado es el segundo bioma más grande de Brasil, después del Amazonas, y la sabana tropical más biodiversa del mundo. Ocupa 200 millones de hectáreas en el este de Brasil. Desde inicios de la década del 2000 se han deforestado cerca de 20 millones de hectáreas de vegetación nativa — un 10% de su área total— debido a la expansión agrícola y más concretamente a las plantaciones de soja. Esta conversión a pastos y agricultura ha hecho que entre 2006 y 2019 la temperatura media en la región haya aumentado casi 1 grado centígrado y la humedad relativa del aire haya disminuido un 10%. Hoy solo queda el 53% de la vegetación nativa.

Geraldo llegó hace unos 30 años con su familia a Barra de Lagoa, una pequeña comunidad rural cerca de Santa Filomena, en el Estado de Piauí, al nordeste de Brasil. Hasta hace dos o tres décadas, el paisaje que conoció Geraldo era una inmensidad de arbustos y árboles medianos de formas tortuosas, repartidos en los altos y bajos de las mesetas que cruzan el territorio, y unos cursos de agua delatados por los grandes árboles que crecen en sus orillas. “Con la llegada de los proyectos agropecuarios a las mesetas, las aguas de Riozinho y Brejo da Lagoa, que utilizábamos para beber, cocinar, lavar ropa y pescar, se contaminaron con el pesticida de las plantaciones de soja, traído por las lluvias y el viento. Los suelos inundados de Brejo da Lagoa también comenzaron a secarse”.

La desforestación y el vertiginoso avance del agronegocio no solo ha desequilibrado los ecosistemas de la región y afectado el rol clave de la sabana del Cerrado como proveedora de agua de ocho cuencas hidrográficas de Brasil; sino que también ha impactado, y de forma muy violenta, los territorios, los hábitats y las vidas de las comunidades tradicionales, campesinas, quilombolas (afrobrasileñas) e indígenas. Y todo para qué unas pocas manos generasen grandes beneficios, y poblaciones a millones de quilómetros pudieran comer carne barata casi todos los días.

“Antes la vida era difícil, pero había mucha caza y pesca, y teníamos pequeñas plantaciones y huertas”, explica Geraldo Pessoa.

El agronegocio en Matopiba

La soja tiene la buena o mala suerte de ser una legumbre muy proteica. Hoy en día alrededor del 80% de la soja que se produce en el mundo se destina a la producción de piensos para alimentar a aves y cerdos. La mayor parte de la soja del Brasil se exporta a China y la UE. España es el primer país de la UE que más soja importa asociada a la deforestación.

En Brasil, la soja empezó a plantarse en la década de 1940 como cultivo de rotación al trigo. Pero no fue hasta los años setenta, cuando la soja entró en el engranaje de la agricultura industrial global, que se empezaron a derribar árboles y a abrir caminos para convertir la selva Amazónica en enormes campos de monocultivo de soja y pasto para animales. Hoy, cinco multinacionales, las llamadas las ABCD —ADM, Bunge, Cargill y Dreyfus— junto con la empresa china COCFO, controlan el 50% de las exportaciones de soja de Brasil, Argentina y Paraguay. En Brasil, Bunge y Cargill han creado auténticos imperios, llegando a controlar toda la cadena de suministro, desde la producción en las fazendas, el almacenaje, el transporte de las semillas al otro lado del Atlántico, el procesamiento de la soja en los distintos puertos de entrada, y la distribución en los países europeos y China.

En 2006, cuando el Estado brasileño ya había construido la infraestructura necesaria para sacar la producción de los nuevos campos de la Amazonía con casi 20 millones de hectáreas deforestadas, las grandes empresas productoras y comercializadoras de cereales y oleaginosas, ante una fuerte presión social y mediática para preservar uno de los ecosistemas más importantes del planeta, firmaron una moratoria en la que se comprometieron a no seguir expandiendo el cultivo de soja en la selva amazónica. El resultado fue tan espectacular como perverso: la deforestación de la selva amazónica asociada al avance de la soja cayó del 30% al 1% entre 2006 y 2017, pero se trasladó a El Cerrado. De puertas a fuera, las multinacionales se presentaron como grandes defensoras del medio ambiente, pero en realidad solo mudaron sus cuarteles.

De hecho, los grandes latifundistas y empresas del agronegocio encontraron una frontera agrícola en el centro norte del país, concretamente en los estados de Maranhão, Tocantins, Piauí y Bahía. Aunque las tierras originalmente eran poco productivas, gracias a inversiones del gobierno brasileño en instituciones de investigación científica y tecnológica, las plantas de soja fueron modificadas genéticamente para mejorar la adaptación en climas tropicales y se implementó el uso de fertilizantes químicos para corregir los suelos predominantemente ácidos y con baja fertilidad natural.

El gobierno invirtió en infraestructuras de energía, comunicación y transporte, y sumó subsidios, incentivos fiscales y créditos bancarios. También hizo legal la desforestación en el Cerrado. El Código Forestal de Brasil señala que en el Cerrado los propietarios pueden deforestar legalmente hasta el 80 % de sus tierras, destinando a la conservación solo el 20 %. Además, hay muy pocas áreas protegidas: solo 8 % del bioma tiene algún tipo de protección oficial, y menos del 3 % está bajo protección estricta. Esto implica que, de hecho, la mayor parte de la deforestación de la sabana cumple con la ley brasileña.

Así fue como El Cerrrado se convirtió en una frontera codiciada, responsable de aproximadamente el 10% de la producción nacional de cereales. En 2015 se aprobó por decreto gubernamental el Proyecto Matopiba, con un potencial de 73 millones de hectáreas de cultivo. El milagro de la soja se hizo posible en un altar de sacrificios.

Con la moratoria de la soja, la deforestación de la selva amazónica asociada al avance de la soja cayó del 30% al 1% entre 2006 y 2017, pero se trasladó a El Cerrado. De puertas a fuera, las multinacionales se presentaron como grandes defensoras del medio ambiente, pero en realidad solo mudaron sus cuarteles.

La desforestación en el Cerrado brasileño a vista de pájaro. © Edu Ponces / RUIDO Photo

La tierra es de quien especula

En este proceso de convertir El Cerrado en un campo de monocultivo, los habitantes del Cerrado (diversos racial y socioculturalmente) han sido invisibilizados, mientras que comunidades enteras han sido acosadas, amenazadas y desplazadas. El proyecto Matopiba se desarrolló bajo la idea de que en El Cerrado había un vacío demográfico, o que los habitantes que viven allí importaban mucho menos que el supuesto desarrollo de la región.

“Los conflictos comenzaron cuando llegaron los grileiros [los acaparadores de tierras], que nos hostigaban. Nunca muestran los documentos [de posesión de la tierra] o son falsos, pero amenazan e intimidan a los vecinos. Aquí ya escuchamos tiros varias veces. O vienen con sus abogados y su personal de seguridad a darnos un plazo para que nos vayamos”, explica Geraldo Pessoa, de Barra de Lagoa.

Los grileiros son, en Brasil, quienes falsifican documentos para tomar posesión ilegalmente de tierras de terceros: hacen grilagem, acaparamiento de tierras. La palabra viene de grilo, que en portugués significa grillo, porque este insecto juega un papel clave en este modus operandi: los grileiros falsifican un título de propiedad y lo dejan dentro de una caja con grillos durante un tiempo para que la acción de los animales le dé el color sepia de los documentos antiguos. Con estos títulos falsos, y probablemente algún soborno, registran la propiedad a su nombre. Después desalojan a la fuerza, con amenazas y violencia, a los campesinos de los territorios que ocupan, cogen dos tractores, los enganchan con una cadena, y los hacen avanzar juntos hasta arrastrar toda la vegetación. Se quema lo que queda en el terreno, y ya está: los nuevos “dueños” tienen una finca reluciente para ofrecer en los mercados de tierras.

En la ínfima comunidad de Angelim, al sur de Piauí, Raimundo Rodrigues está acostumbrado a cruzarse con grileiros. Ahora ya los sabe identificar desde lejos. Normalmente son hombres blancos, traen planillas y dicen venir en son de paz, en nombre del Estado que los manda para darles a ellos, los campesinos, la titularidad de esas tierras que ocupan, y que solo tienen que firmar. Pero en realidad son trabajadores de empresas de seguridad contratadas por las fazendas que rodean la comunidad como Norte Sul Segurança Privada (NSSP). La primera vez que Raimundo tuvo que enfrentarse a los grileiros fue en 2010 y desde entonces el acoso no ha parado. Durante meses llegaban tres veces por semana, a veces dos veces por día, con su arma bien visible.

En general, las tierras en disputa son las llamadas “terras devolutas”, que la corona portuguesa había otorgado a nobles, navegantes o militares por servicios prestados en la época colonial y que nunca se ocuparon o fueron abandonadas. Allí se fueron estableciendo comunidades campesinas, quilombolas e indígenas. Hoy estas tierras son consideradas tierras públicas, y aunque las comunidades viven allí desde hace generaciones, solo tienen derecho a posesión ya que les es muy difícil demostrar su título de propiedad. Hoy, estas zonas son los únicos oasis de biodiversidad que quedan.

“Nosotros vivimos en un área que ellos quieren como reserva, porque la ley dice que pueden deforestar el 80 % de su territorio, pero deben conservar el 20 %. Y pretenden expulsarnos de nuestra tierra para destinarla a conservación. Ya nos lo dijeron”, explica Raimundo.

Geraldo Pessoa se baña en el riachuelo cercano a su casa. © Edu Ponces / RUIDO Photo

En el “baixão” de Angelim, donde viven José Luiz y Raimundo, solo existe la siembra agroecológica, que se hace de la misma forma en que la hacían sus antepasados. Plantan arroz y judías, hortalizas, verduras y frutas en un sistema de cultivo respetuoso con los ciclos estacionales. Así han mantenido la tierra productiva y los ecosistemas intactos, pero el acceso al agua empieza a ser un grave problema, intoxicada por los agrotóxicos.

“Antiguamente, mi madre y mi abuela pescaban mucho en los ríos de aquí, pero ahora hay mucha menos pesca, y tenemos miedo de tomar esa agua —explica Raimundo—. No podemos usarla para nada, ni siquiera para lavar la ropa. Puedes bañarte, pero te pica. La deforestación está muy cerca y ellos usan mucho agrotóxico. Se ve el avión de agrotóxicos pasar, y llega el olor”.

Aunque las fazendas son generalmente propiedad de ciudadanos brasileños, detrás de la desforestación, la contaminación de los ecosistemas, y la vulneración de los derechos humanos de las comunidades están las grandes empresas agroalimentarias y fondos de inversión extranjeros. Kamanjir, una de las fazendas alrededor de Angelim, fue una vez tierra del Estado, hasta que Euclides De Carli —el grileiro más famoso de la región, sembrador de terror entre las comunidades— las hizo suyas a fuerza de papeles falsos y una buena cuota de violencia. Ahora es una granja más que está en una disputa legal por la posesión mientras produce monocultivos. El grupo De Carli, como pudieron acreditar los investigadores de la Red Social de Justicia y Derechos Humanos, supo vender tierras a grandes empresas de los agronegocios (como Radar/Tellus, Insolo y SLC) y a grandes fondos financieros.

“Dado el monopolio de Bunge en Piauí, no es exagerado decir que toda la deforestación realizada en la región beneficia su negocio. A menos que Bunge tome medidas claras para evitar que suceda, es probable que todas las áreas recientemente deforestadas en la región se conviertan en plantaciones de soja que ingresarán a las cadenas de suministro de Bunge”, explica la brasileña Red Social de Justicia y Derechos Humanos.

“Dado el monopolio de Bunge en Piauí, no es exagerado decir que toda la deforestación realizada en la región beneficia su negocio”, explica la brasileña Red Social de Justicia y Derechos Humanos.

La vida en la comunidad de Angelim pasa tranquilamente para la familia Pessoa. © Edu Ponces / RUIDO Photo

La financialización de la tierra

El sistema financiero mundial ha jugado un papel clave en la expansión del agronegocio de materias primas como la soja o la caña de azúcar en Brasil. A inicios de los 2000, la cantidad de crédito en el sistema financiero a interés muy bajo motivó a que los actores financieros invirtieran en los mercados de materias primas o de futuros. Estos activos se consideraban inversiones seguras: el aumento de la población mundial y el desarrollo de la clase media en países como la China y la India, con nuevos hábitos alimenticios, iba a mantener en aumento la demanda mundial de materias primas. La inversión en materias primas impulsó una expansión agrícola feroz. En Matopiba, entre el 2000 y el 2014, la superficie plantada con soja y caña de azúcar aumentó en un 253 % y 379 % respectivamente.

La cantidad de dinero que se transfirió al mercado financiero de materias primas creó una burbuja y desacopló los precios de las materias primas de la demanda real. Con la crisis financiera de 2008, la burbuja explotó y los precios de las materias primas cayeron en picado. Sin embargo, el precio de la tierra en Brasil continuó subiendo. Los actores financieros desplazaron sus inversiones del mercado de materias primas al mercado de tierras, en el que la expansión del monocultivo servía para justificar el aumento del precio de la tierra, sin importar la producción en sí. Esto se acompañó con medidas gubernamentales en 2017 que facilitaron la especulación y el acceso al crédito de las explotaciones agrícolas en los mercados financieros.

Un ejemplo de este modelo de negocio es la empresa Radar Imobiliária Agrícola S/A, establecida a través de una asociación entre el fondo de pensiones estadounidense TIAA y la principal empresa de producción de azúcar en Brasil, Cosan. El propósito de Radar es generar ingresos mediante la inversión en tierras, que implica adquirir tierras a precios bajos, establecer explotaciones agrícolas en esas tierras y posteriormente venderlas, a menudo en operaciones especulativas. Esta adquisición de tierras sale aún más lucrativa cuando la tierra se usurpa a las comunidades de “forma gratuita”. Pero estos procesos perversos del capitalismo clandestino no consideran los altos costes medioambientales ni las graves violaciones de derechos humanos.

Mientras tanto, Raimundo sigue sembrando y cultivando en las pequeñas parcelas de tierra que ocupa su comunidad, al tiempo que, empujado por la necesidad, se ven obligados a trabajar para sus verdugos, en alguna de las fazendas. “Aquí no tienes cómo sobrevivir, tienes que trabajar en algo más. Es la forma de que mis hijos estudien en la ciudad, en Filomena, y de comprar otras cosas que necesitamos”.

Los actores financieros desplazaron sus inversiones del mercado de materias primas al mercado de tierras, en el que la expansión del monocultivo servía para justificar el aumento del precio de la tierra, sin importar la producción en sí.

Casa rural de la familia Pessoa en la comunidad de Barra da Lagoa, quienes cultivan arroz y frijol, hortalizas y frutas autóctonas. © Edu Ponces / RUIDO Photo.